• En España no se generalizaron hasta los años sesenta

Que te paguen sin trabajar? Imposible. Vagos más que vagos. Muchos de nuestros abuelos murieron sin terminar de asimilar el concepto de las vacaciones tal y como las conocemos ahora. Sus conciencias, moldeadas por siglos de una lucha elemental por la supervivencia, eran incapaces de entender algo así. Vivir sin hacer nada, decían, era cosa de señoritos; los demás no tenían más remedio que ir todos los días al tajo si querían comer. El ocio remunerado es un fenómeno relativamente reciente, por mucho que ahora nos parezca inconcebible un verano sin recibir la nómina en casa. «Las primeras demandas de días libres pagados -precisa Francisco Javier Capistegui, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Navarra- tienen lugar en Alemania a mediados del XIX, pero habrá que esperar al siglo siguiente para que esa aspiración cobre cuerpo».

 

En el pinar. Una familia durante un almuerzo campestre en medio de un pinar. A su lado, el inevitable Seat 600, que ha quedado asociado a los primeros viajes de vacaciones de los españoles.

El Gobierno bolchevique que se hace con el poder en Rusia con la revolución de 1917 es el primero que introduce el derecho del trabajador a disfrutar de vacaciones. «Es un derecho nominal -puntualiza el historiador- porque en realidad solo está al alcance de aquellos que son señalados por la dirección del partido para premiar su comportamiento. Ocurre algo parecido con el nazismo, que luego llegaría al poder en Alemania, que incorpora un sistema de penalizaciones y recompensas en el que las vacaciones son un señuelo para ganarse la lealtad de los trabajadores».

En España, el ocio había sido durante siglos un concepto desconocido para la gran mayoría de la población. Únicamente las clases privilegiadas conocían el auténtico significado del término ‘dolce far niente’. Es a partir del siglo XIX cuando surge entre los círculos más cercanos al poder el deseo de disfrutar del tiempo libre emulando modas como la estancia en balnearios o playas. A principios del nuevo siglo, militares, maestros o empleados públicos habían arañado ya permisos que les permitían ausentarse unos días de sus obligaciones. Una ley de 1918 contemplaba 15 días de vacaciones para todos los funcionarios. Un año más tarde, otra norma abría la puerta a que capitanes y oficiales de la marina mercante disfrutasen de un mes de permiso remunerado.

La inquietud fue calando entre las nuevas clases urbanas. Ferroviarios, tipógrafos o empleados del comercio y la banca empezaron a incorporar esta reclamación. Satisfechas ya las demandas sociales más acuciantes, las vacaciones pagadas se consolidaron en el núcleo duro del listado de reivindicaciones. Países como Austria, Finlandia, Suecia o Italia introdujeron de una u otra forma este derecho en sus legislaciones en los años veinte. España no se quedó atrás y en 1931, con la Segunda República, aprobó una norma -Ley del Contrato del Trabajo- que contemplaba en su artículo 56 un permiso anual retribuido de siete días para todos los asalariados. Fue una normativa pionera que apenas tuvo repercusión en aquella España agrícola. Y las convulsiones políticas que sacudieron al Ejecutivo de Manuel Azaña impidieron la estabilidad necesaria para que las clases urbanas se beneficiasen de su implantación.

En Francia, con una estructura laboral más diversificada y un peso mucho mayor de la mano de obra de las grandes industrias, las vacaciones pagadas se convirtieron en uno de los argumentos estelares de las elecciones del 3 de mayo de 1936. El rotundo triunfo del Frente Popular, que agrupaba a socialistas y comunistas, desencadenó una euforia sin precedentes que se tradujo en huelgas y ocupaciones de fábricas. «Han pasado a la historia como las ‘huelgas alegres’ porque se desarrollaron en un ambiente festivo, con conciertos y bailes en los talleres. Además, propiciaron una gran mejora de las condiciones de vida de la población trabajadora», observa el profesor Capitegui.

Las movilizaciones perseguían la implantación de la semana laboral de 40 horas, el reconocimiento de la representación sindical y, claro está, las vacaciones pagadas. Más de tres millones de franceses se sumaron a ellas y el país quedó por completo paralizado. El Gobierno que presidía el socialista Leon Blum convocó a la patronal y a los sindicatos en el palacio de Matignon, en París. De ahí surgieron los acuerdos el mismo nombre, paradigma de la teórica superioridad de las democracias a la hora de resolver conflictos frente al autoritarismo del fascismo y el comunismo. «Los acuerdos de Matignon -indica el historiador- son uno de los puntos de partida de la universalización de los derechos laborales y también de lo que hoy conocemos como el Estado del bienestar que define a Europa».

El pacto fue ratificado por la Asamblea Nacional y entró en vigor el 20 de junio de 1936. Decenas de miles de trabajadores franceses disfrutaron ese mismo verano de las primeras vacaciones pagadas de su vida en medio de un entusiasmo al que sin duda contribuía el incremento medio salarial del 15%, reconocido en la letra pequeña del texto. El Gobierno de Leon Blum implantó billetes populares de tren a precios especiales (con un 40% de descuento) y habilitó una red de albergues en áreas de playa y de montaña. El primer verano se vendieron unos 500.000 pasajes, cantidad que se duplicaría en agosto de 1937. Nacía así un nuevo fenómeno, el del turismo de masas, llamado a adquirir una relevancia extraordinaria como vector de crecimiento económico, pero también como transmisor de costumbres.

El pacto de Matignon terminó siendo conocido popularmente como el de la ley de las vacaciones pagadas. Eran inicialmente dos semanas que pasarían a ser tres en 1956 y cuatro en 1968. La quinta fue una promesa electoral del socialista François Mitterrand, que se hizo realidad en 1982, un año después de ser elegido presidente. Acabada la Segunda Guerra Mundial, el acuerdo de Matignon se convirtió en una referencia a la hora de regular los derechos laborales. La socialdemocracia, que inspiró las relaciones laborales de buena parte de los países europeos a partir del despegue económico que siguió a la posguerra, bebió en las fuentes de aquel pacto.

España reconoció, de nuevo, el derecho a las vacaciones remuneradas en el Fuero del Trabajo (1938) dictado por el Gobierno de Franco cuando aún no había acabado la Guerra Civil. La disposición no recogía la duración del permiso ( en la republica se reconocian 7 dias) y tampoco el país, fracturado y paupérrimo, estaba como para abrir un debate sobres los días de descanso. Posteriores desarrollos legislativos fueron marcando los límites de los permisos hasta llegar al actual Estatuto de los Trabajadores, que fija un mínimo de 30 días naturales. El veraneo, tal y como lo conocemos, es cosa del desarrollismo de los años 60, cuando la industria y los servicios emplearon a decenas de miles de españoles que hasta entonces solo habían conocido la esclavitud del campo. El crecimiento económico y la aparición de una industria del turismo en localidades como Torremolinos o Benidorm -que inyectó divisas a espuertas en las arcas públicas- propiciaron que el franquismo emulase a los países de nuestro entorno y las vacaciones retribuidas se incorporasen al calendario de los españoles.

Los días de asueto reconocidos por ley constituyen uno de los pilares del armazón del Estado de bienestar levantado el siglo pasado en Europa, asediado ahora por el vendaval de los recortes neoliberales. Países como Estados Unidos, por ejemplo, no contemplan las vacaciones pagadas en su legislación laboral. Al otro lado del Atlántico son un asunto más a negociar entre la empresa y el empleado. Esa dinámica suele dejar sin días libres a los recién contratados: solo cuando su situación se consolida, al cabo de unos cuantos años, se empieza a hablar del asunto. Las estadísticas dicen que cuatro de cada diez trabajadores estadounidenses no las tienen y los que disfrutan de ellas cuentan con una media de diez días al año. Y no parece que nadie tenga mucho interés en mejorar las cosas.