Lectura mientras esperamos el colapso…
Recuerdo un relato breve de Bertolt Bretch que me parece que guarda cierto paralelismo con lo que parece ocurrir en nuestro país, y no sé si en otros. Comoquiera que la población insiste mayoritariamente en seguir confiando en los servicios públicos, se están empezando a prestar presumiblemente, de forma deficiente de una forma consciente y premeditada. La falta de personal disminuye la calidad de la prestación de los servicios en general, al parecer con el objetivo de predisponer al personal a denostar, no el servicio público en general sino al funcionariado como persona visible del mismo. Al mismo tiempo, se vacían las arcas públicas que llenan los bolsillos de las empresas que se contratan para suplir ciertos servicios.
No están solas en esta empresa las distintas administraciones locales. En un afán de quemar las naves como se dice que hiciera Hernán Cortés, aparecen las “tasas de reposición” que no son otra cosa que impedir que el personal se reponga debidamente y alargar el deterioro del servicio público para llegar a la meta del neoliberalismo económico que supone disfrutar de situaciones como las de EEUU.
A falta de repartir champán, como en el relato que más abajo acompaño, se embotan las mentes de las personas con informaciones inútiles, ridículas y en temas trascendentales, falsas. Las personas están saturadas de falsedades que se cocinan e idean en el interior de los tres poderes del estado, rayando en lo que podría suponer una práctica golpista en contra de los intereses de las personas por quienes se supone que defienden el “Interés General”. La prensa, se encarga de vender lo cocinado, siendo escandalosa la situación. Conocemos casos de periodistas encarcelados por difundir información, no sólo ya del nivel de Julian Assange, sino que un periodista español como Pablo González, cumple ya cien días de arresto en Polonia tal y como podíamos leer en el Heraldo de Aragón, diario poco sospechoso de ser comunista.
Tanto ha exprimido el libre mercado el neoliberalismo, que parece que nos encontramos ya en el límite del colapso. El beneficio se ha primado tanto que el país se ha convertido en algo frágil y dependiente de todo el entorno. No podemos gestionar ni el agua de beber, entregada la gestión de los embalses a intereses económicos de personas que somos incapaces de identificar. Pero esas personas en cambio, sí que identifican claramente a quienes ejercen altas responsabilidades políticas y que son agraciadas con millonarias jubilaciones en su seno. Uno de los motivos de la caída de Roma, se achaca a su tremendo nivel de corrupción. Se apuntan nueve causas de corrupción en el artículo de la Vanguardia que enlazamos y que da miedo leer al poder poner los nombres y apellidos de diferentes personas gestoras de nuestra sociedad en cualquiera de los tres estamentos de la división de poderes. Desde el inviolable jefe del estado hasta quien gestiona una contrata de servicio público.
En este escenario, asistimos atónitos al espectáculo de la demolición del “estado del bienestar” por quienes afirman defenderlo en las propagandas electorales y que son los mimos que quienes lo bautizaron así. La apatía de gran parte de la población hace que esta, asista sin reacción a la descapitalización de las administraciones públicas en favor de diversas empresas. A continuación, el pequeño relato de Bertolt Brecht “La demolición del Oskawa a manos de su tripulación“, que espero os resulte entretenido. No llega ni a ocupar medio folio..
A comienzos de 1922
me embarqué en el “Oskawa”, un vapor de seis mil toneladas,
construido cuatro años antes con un costo de cuatro millones de dólares
por la United States Shipping Board. En Hamburgo
tomamos un flete de champán y licores con destino a Río
Como la paga era escasa,
sentimos la necesidad de ahogar
en alcohol nuestras penas. Así,
varias cajas de champán tomaron
el camino del sollado de la tripulación. Pero también en la cámara de oficiales,
y hasta en el puente y en el cuarto de derrota,
se oía ya, a los cuatro días de dejar Hamburgo,
tintineo de vasos y canciones
de gente despreocupada. Varias veces
el barco se desvió de su ruta. No obstante, gracias a que tuvimos mucha suerte, llegamos
a Río de Janeiro. Nuestro capitán,
al contarlas durante la descarga, comprobó que faltaban
cien cajas de champán. Pero, no encontrando
mejor tripulación en el Brasil,
tuvo que seguir con nosotros. Cargamos
más de mil toneladas de carne congelada con destino a Hamburgo.
A los pocos días de mar, se apoderó de nosotros la preocupación
por la paga pequeña, la insegura vejez.
Uno de nosotros, en plena desesperación,
echó demasiado combustible a la caldera, y el fuego
pasó de la chimenea a la cubierta, de modo que
botes, puente y cuarto de derrota ardieron. Para no hundirnos
colaboramos en la extinción, pero,
cavilando sobre la mala paga (¡incierto futuro!), no nos esforzamos
mucho por salvar la cubierta. Fácilmente,
con algunos gastos, podrían reconstruirla: ya habían ahorrado
suficiente dinero con la paga que nos daban.
Y, además, los esfuerzos excesivos al llegar a una cierta edad
hacen envejecer en seguida a los hombres inutilizándolos para la lucha por la vida.
Por lo tanto, y puesto que teníamos que reservar nuestras fuerzas,
un buen día ardieron las dínamos, necesitadas de cuidados
que no podían prestarles gente descontenta. Nos quedamos
sin luz. Al principio usamos lámparas de aceite
para evitar colisiones con otros barcos, pero
un marinero cansado, abatido por los pensamientos
sobre su sombría vejez, para ahorrarse trabajo, arrojó los fanales
por la borda. Faltaba poco para llegar a Madeira
cuando la carne empezó a oler mal en las cámaras frigoríficas
debido al fallo de las dínamos. Desgraciadamente,
un marinero distraído, en vez del agua de las sentinas,
bombeó casi toda el agua fresca. Quedaba aún para beber,
pero ya no había suficiente para las calderas. Por lo tanto,
tuvimos que emplear agua salada para las máquinas, y de esta forma
se nos volvieron a taponar los tubos con la sal. Limpiarlos
llevó mucho tiempo. Siete veces hubo que hacerlo.
Luego se produjo una avería en la sala de máquinas. También
la reparamos, riéndonos por dentro. El “Oskawa”
se arrastró lentamente hasta Madeira. Allí
no había modo de hacer reparaciones de tanta envergadura
como las que necesitábamos. Sólo tomamos
un poco de agua, algunos fanales y aceite para ellos. Las dínamos
eran, al parecer, inservibles y por consiguiente
no funcionaba el sistema de refrigeración y el hedor
de la carne congelada ya en descomposición llegó a ser insoportable para nuestros
nervios alterados. El capitán,
cuando se paseaba a bordo siempre llevaba una pistola, lo que constituía
una ofensiva muestra de desconfianza. Uno de nosotros,
fuera de sí por trato tan indigno,
soltó un chorro de vapor por los tubos refrigeradores
para que aquella maldita carne
al menos se cociera. Y aquella tarde
la tripulación entera permaneció sentada, calculando, diligente,
lo que le costaría la carga a la United States. Antes de que acabara el viaje
logramos incluso mejorar nuestra marca:
ante la costa de Holanda, se nos acabó pronto el combustible y,
con grandes gastos, tuvimos que ser remolcados hasta Hamburgo.
Aquella carne maloliente aún causó a nuestro capitán
muchas preocupaciones. El barco
fue desguazado. Nosotros pensábamos
que hasta un niño podría comprender
que nuestra paga era realmente demasiado pequeña.