LOS DOS HACENDADOS
y lo podeis actualizar a la fecha y al escenario que querais….
En cierto país de América vivían dos hacendados inmensamente ricos cuyas propiedades vastísimas, colindaban. EI uno cultivaba la caña de azúcar el otro el café. Sus plantaciones eran soberbias y magníficamente cuidadas por esclavos negros. La ley de aquel país prohibía a los amos de esclavos que vendieran las crías de sus negros y que se desembarazasen de sus servidores bajo pretexto de vejez. Al comprar un esclavo, el amo venía obligado a conservarlo hasta que muriese. —El dominio de cada colono formaba de esta suerte un pequeño Estado. Pero sucedió que un día el hacendado del café y el hacendado de la caña de azúcar notaron que aumentaba siempre el personal que tenían que alimentar, sin obtener por esto más abundantes cosechas. Había, pues, exceso de gastos y disminución de beneficios. Los dos llegaron a estar pensativos.
El hacendado del café tuvo una idea: aumentó la tarifa de los productos. —De este modo, pensaba, cubriré la diferencia. Y jugando a las cartas con su vecino, el hacendado de la caña de azúcar, le confió su remedio. —Es excelente, dijo el otro; yo voy a imitaros. Ambos elevaron los precios de sus mercancías; pero como todos los Estados de América no estaban sometidos a la misma ley, los otros productores aumentaron los precios y nuestros dos hacendados no pudieron vender sus cosechas.
Hubieron de resignarse a vender al precio del mercado, como los otros, y se debatían los sesos para hallar otro remedio.
A su vez, el hacendado de la caña de azúcar tuvo una ocurrencia. —Reduzcamos la alimentación de nuestra gente. — ¡Eureka! grito el vecino. Los alimentos fueron reducidos. Se los redujo hasta lo estrictamente necesario para la vida. Pero también esta vez el resultado fue malo: los negros, mal alimentados, se rendían y el trabajo se resentía de ello. De suerte que, si había una disminución de gastos, había también disminución de beneficios. Se ensayó entonces persuadir a los negros que no se juntasen con sus compañeras, que no tuviesen hijos, hasta se rodearon sus uniones de una serie de complicaciones y dificultades. Pero los infelices —no teniendo otro placer, como decían—, querían, tener una mujer y tenían hijos, a pesar de todo. La situación era siempre mala. Y hasta se agravaba. —Maltratados, mal alimentados, los negros comenzaban a murmurar y cruzaban por sus cerebros veleidades de rebeldía. Los dos hacendados veían con terror aproximarse la hora de una insurrección. ¿Qué sucedería? ¿Serían los negros capaces de apoderarse de todas las riquezas que su trabajo había producido? Era necesario a todo trance conjurar el peligro. Los dos hacendados se reunieron y, después de jugar otra partida, con acompañamiento de tazas de excelente moka —con el café del uno y el azúcar del otro—, convinieron en un tercer remedio, que calificaron de infalible. Así, restablecida su tranquilidad, se despidieron con un apretón de manos.
Al día, siguiente, visitando el límite de su propiedad, el hacendado del café notó que las cañas de azúcar se habían apoderado de una faja de terreno que, según él declaraba, le pertenecía. En seguida, envió una delegación de negros a requerir a su vecino, que vino escoltado por una delegación de los suyos. —Este es el caso, dijo en tono agrio el hacendado del café; vuestras cañas invaden mi terreno. —Perdonad, replicó el otro no en tono menos acerbo; ese terreno me pertenece. —Nunca; mirad donde están los jalones. —Señor mío, los límites han sido cambiados y yo os acuso de haberlos trasladado para buscarme querella. —Mis fieles amigos, dijo entonces el hacendado del café volviéndose a sus negros, yo os tomo por testigos del insulto que se me acaba de hacer. —Y vosotros, mis buenos camaradas, dijo el otro hacendado a sus esclavos, yo os ruego que hagáis constar que los jalones han sido cambiados de lugar. —Está bien, señor, replicó el insultado, tendréis que darme la razón bien pronto. —No os temo, respondió con altivez el hacendado de las cañas. Ambos se saludaron inflexibles y se alejaron seguidos de sus delegaciones de negros, muy contentos y orgullosos por haber sido tratados por sus amos de fieles amigos y de buenos camaradas. Por la noche, en las humildes cabañas negras de las dos plantaciones, los esclavos —muy sobreexcitados por un vaso de ron, muy generosamente distribuido— no se hablaba más que de honor ofendido, de honor a vengar, de dignidad herida, etc…. —Hay que vengar al amo, decían. —Estamos prestos a morir por el buen amo, encarecían los más sentimentales. Y los dos hacendados, habiendo salido a dar un paseo a la sordina por detrás de las miserables barracas reventaban de risa, al pensar cuan buen remedio habían hallado por fin.
A la mañana siguiente, el hacendado del café envió la delegación de sus negros a declarar la guerra a su vecino el hacendado de la caña de azúcar. Sobre todo, mis fieles amigos, dijo, nada de concesiones. Hemos sido ofendidos y hay que lavar la injuria. — ¡Oh! amo; quedar tranquilo, respondieron los buenos negros; nosotros querer morir por vengar el honor del amo. Por su parte, el hacendado de la caña había recomendado a sus buenos camaradas esclavos que no hiciesen concesiones y estuviesen muy firmes. —Demostrad ¡que sois hombres! declamaba con un tono soberbio. Llenos de orgullo por este calificativo de hombres, ellos a quienes se acostumbraba tratar como perros, los negros del segundo hacendado recibieron muy mal a sus congéneres vecinos. Les maltrataron, les llamaron ¡bandido! y ¡ladrón! —fueron hombres, en fin, por el odio y la violencia— y la guerra fue declarada.
Al día siguiente todo había terminado. En las dos plantaciones las tres cuartas partes de los negros estaban muertos, tendidos sobre el suelo. Se habían batido con horcas, con azadones y con hachas. Algunas negras habían querido mezclarse y sus cadáveres yacían junto a los de sus compañeros. Otras negras, arrodilladas sobre el campo de matanza, lloraban silenciosamente, apretando en sus brazos pequeños negritos. En el dominio del vencedor —el hacendado del café— una negra, sin embargo, no lloraba. Feroz, miraba a su muchacho, muerto, a sus pies, y a su hombre herido, sentado en un banco, cerca de ella. Pasó el amo. — ¡Miserable! gritó la negra; tú haber matado mi hijo. —Es una gran desgracia, dijo el amo con dulzura; pero debes consolarte, mi pobre vieja, pensando que hemos conseguido la victoria —Tú tener la victoria, nosotros no —replico la vieja, con ira—; nosotros quedar esclavos, como antes. —Pero hemos vengado nuestro honor ofendido, declaró todavía el amo. El viejo esclavo herido se levantó: —Tú nos has burlado con tu honor. Tú ser un asesino. —Sí, tú ser un asesino, repitió la negra. Algunos sobrevivientes se habían aproximado. El amo pudo leer en sus rostros que les hacían efecto las palabras de sus compañeros. Otra vez sintió la insurrección muy próxima. A todo trance había que producir una reacción para prevenir la rebelión. —Y vosotros sois ingratos y traidores dijo con tono de juez, y merecéis la muerte de los traidores. Tiró del revólver, disparó dos veces y los dos esposos negros cayeron sobre el cadáver de su hijo. En seguida, los que habían asistido a esta escena, llenos a la vez, de miedo y de admiración, cayeron de rodillas. — ¡Oh! amo, dijeron, ¡buen amo! —Levantaos, les dijo éste. Durante ocho días no trabajaréis. Haced hermosos funerales a vuestros camaradas, gloriosamente muertos por el honor de nuestro dominio. Yo os prometo levantar un bello monumento sobre su tumba. Los negros se levantaron, satisfechos de pertenecer a un hombre tan generoso. Hicieron hermosos funerales a sus muertos, entonaron cantos de victoria y bebieron ron; después, al cabo de ocho días, emprendieron de nuevo su penoso trabajo de esclavos. En la plantación vecina las cosas ocurrieron con alguna diferencia. Habían sido vencidos. El hacendado de las cañas de azúcar condujo a los sobrevivientes negros al campo de batalla. —Mirad, dijo señalándoles la faja de terreno que había tenido que abandonar, con las cañas, a su vecino vencedor; mirad, se nos ha despojado. Os habéis portado como valientes, pero la fatalidad ha sido en contra nuestra. —Buen amo, declararon los negros, nosotros vengar un día nuestros camaradas muertos. —Sí, amigos míos; tomaremos nuestra revancha cuando el momento sea propicio. Entre tanto, haced hermosos funerales a vuestros hermanos y no olvidéis que su sangre clama venganza. Y los negros sobrevivientes, extendiendo la mano sobre los cadáveres, juraron preparar la revancha. Hicieron hermosos funerales a sus muertos, entonaron cánticos feroces de venganza y bebieron ron para olvidar la derrota; después emprendieron de nuevo, también, su duro trabajo de esclavos.
Desde entonces los dos hacendados ya no tienen inquietudes. Cuando sus esclavos vienen a ser demasiado numerosos, cuando temen una rebelión de sus negros, o cuando necesitan hacerse temer, se ponen de acuerdo mientras juegan a las cartas, y con pretexto de la faja terreno a defender o a reconquistar, o con pretexto de vengar los muertos, lanzan uno contra otro los dos rebaños de negros, que han acabado por calificarse mutuamente de enemigos y se matan sin piedad. Esto siempre tiene éxito. Y siempre también después de cada batalla, los dos hacendados, saboreando una taza, de excelente moka —con el café del uno y el azúcar del otro— se felicitan de haber hallado por fin el gran remedio.